jueves, 25 de enero de 2018

Dejar de fumar

Abandonar algo es una forma como otra cualquiera de hacerlo inmortal. Tal vez la mejor. Aunque no se vaya con camisa y pantalón vaquero no hay nada más melancólico que pensar en lo que se deja atrás. Fumar nunca fue más que una rebeldía insana, un acto de pretenciosa vanidad de patio de colegio.

Verano en enero, esa es la sensación melancólica a la que me lleva pensar en tabaco al cumplir un año en el que sólo uso mecheros para encender velas. Por supuesto se trata de una ilusión ficticia porque las trampas de la memoria consisten en convertir en buenas chicas los quistes de pulmón; la realidad pocas veces corresponde con el recuerdo.

Fumar hizo que toser sea parte de mi personalidad y por eso hoy sigo carraspeando. Me reconocen -y me reconozco- en esa tos a veces forzada que ni merece tal nombre. A lo mejor todo lo que ha pasado mientras he dejado de fumar no hubiese sucedido si siguiese encendiendo cigarrillos, aunque siempre he sido escéptico con lo que tiene que ver con las casualidades y las correlaciones, y sólo me diferencia de aquel fumador unos cinco kilos, la tos y los bordes de los bolsillos del pantalón, que ya no tienen esas pequeñas marcas blancas rectangulares que los adornaban y que coincidían con los picos del paquete de Marlboro.

Un fumador que no fuma es como un delantero sin gol o un pirata sin parche. Pero mientras que el delantero se cura marcando y el pirata se puede hacer sacar un ojo en cualquier pelea, la única salvación del fumador está en la gramática. Nunca antes había tenido al prefijo ex en tan alta consideración, incluso a pesar de no considerarme ex fumador, estatus utópico. No miro combinando odio y asco a cualquier fumador, y si no me enciendo ahora mismo un cigarro es porque el dejar de fumar te recuerda que existe un orgullo bueno. Un fumador que no fuma no es ni un vencedor ni un vencido, sólo es una persona que reconoce que si de delantero no marca goles es posible que siempre haya sido mejor portero.

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