Dejar el tabaco es escapar. Huir
del hábito. De una compañía que, por mucho que te han advertido, querías a tu
lado. Como aquella chica. Lealtad no es un apellido, dicen, y hay pocas
traiciones más dolorosas que la que se comete al abandonar un cigarro; en el
fondo él siempre ha estado ahí. Como mucho, a un bar de distancia. Todas estas
intensidades literarias que colocan al tabaco al mismo nivel que un amor
perdido duran cinco minutos que se repiten cada tanto. A veces, sobre todo al
principio, estos cinco minutos duran hora y media.
En cinco minutos te llamas
drogadicto para justificar una posible recaída mientras te encoges de hombros.
La naturaleza es la que es y si uno es un adicto no queda sino fumar, que diría
Darwin. Todo encaja. Después suena el teléfono, o llega un email o contestas un
whatsapp, y desaparece todo. Al igual que para los buenos magos, todo se basa
en la distracción.
No es raro. Simplemente uno se
acuerda de que ya no fuma cuando no tiene otra cosa que hacer. A la pregunta «¿qué hago ahora?» un fumador siempre
responde encendiendo un cigarro. Te hace parecer ocupado. El abismo del ex
fumador es saber qué hacer con esa nada que antes llenaba con un pitillo.
Dos días después de entregarme a mi
fuerza de voluntad, los episodios de darwinismo drogata siguen apareciendo,
aunque reducidos. El instinto sigue ahí; y si aparece un martes, un miércoles o
un jueves uno se va automáticamente a la pregunta de qué no pasará el fin de
semana. Cuando el whisky pregunta dónde está su amigo.
Ya dije que dejar de fumar es,
sobre todo, todo lo demás. Es así porque fumar no es encender un cigarro,
aspirarlo y tirar una colilla. Fumar es también dónde, quién, cómo. Fumar es lo
demás. Dejarlo ir es duro, sobre todo el dónde y el quién. Para mí, el dónde es
mi casa y el quién, Bea. Mi novia. Lo cotidiano de llegar a casa y beber una
cerveza los dos mientras hablas, criticas, te ríes o estás, así sin más
pretensiones, venía con humo de tabaco de serie. El suyo y el mío. Ahora esa
niebla de olor duro (y todavía hoy, agradable) ha reducido sus dominios a la
cocina. Allí, mientras pasea como Napoleón debió de hacerlo en Elba, sueña con
volver a extender su poder más allá del salón mientras yo, más británico,
seguiré esperando que llegue Waterloo. Mis Cien Días nada napoleónicos.
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