jueves, 12 de enero de 2017

Dejar de fumar. Huir no es de cobardes

Dejar el tabaco es escapar. Huir del hábito. De una compañía que, por mucho que te han advertido, querías a tu lado. Como aquella chica. Lealtad no es un apellido, dicen, y hay pocas traiciones más dolorosas que la que se comete al abandonar un cigarro; en el fondo él siempre ha estado ahí. Como mucho, a un bar de distancia. Todas estas intensidades literarias que colocan al tabaco al mismo nivel que un amor perdido duran cinco minutos que se repiten cada tanto. A veces, sobre todo al principio, estos cinco minutos duran hora y media.

En cinco minutos te llamas drogadicto para justificar una posible recaída mientras te encoges de hombros. La naturaleza es la que es y si uno es un adicto no queda sino fumar, que diría Darwin. Todo encaja. Después suena el teléfono, o llega un email o contestas un whatsapp, y desaparece todo. Al igual que para los buenos magos, todo se basa en la distracción.

No es raro. Simplemente uno se acuerda de que ya no fuma cuando no tiene otra cosa que hacer. A la pregunta «¿qué hago ahora?» un fumador siempre responde encendiendo un cigarro. Te hace parecer ocupado. El abismo del ex fumador es saber qué hacer con esa nada que antes llenaba con un pitillo.

Dos días después de entregarme a mi fuerza de voluntad, los episodios de darwinismo drogata siguen apareciendo, aunque reducidos. El instinto sigue ahí; y si aparece un martes, un miércoles o un jueves uno se va automáticamente a la pregunta de qué no pasará el fin de semana. Cuando el whisky pregunta dónde está su amigo.

Ya dije que dejar de fumar es, sobre todo, todo lo demás. Es así porque fumar no es encender un cigarro, aspirarlo y tirar una colilla. Fumar es también dónde, quién, cómo. Fumar es lo demás. Dejarlo ir es duro, sobre todo el dónde y el quién. Para mí, el dónde es mi casa y el quién, Bea. Mi novia. Lo cotidiano de llegar a casa y beber una cerveza los dos mientras hablas, criticas, te ríes o estás, así sin más pretensiones, venía con humo de tabaco de serie. El suyo y el mío. Ahora esa niebla de olor duro (y todavía hoy, agradable) ha reducido sus dominios a la cocina. Allí, mientras pasea como Napoleón debió de hacerlo en Elba, sueña con volver a extender su poder más allá del salón mientras yo, más británico, seguiré esperando que llegue Waterloo. Mis Cien Días nada napoleónicos. 


  

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