Como la paz en el mundo, dejar de
fumar es algo que siempre deben hacer otros. Lo más importante es que el
esfuerzo sea mínimo y, si es posible, que no exista en absoluto. Pero hay veces
que uno se siente elegido y contribuye activamente a la paz mundial enviando un
sms o, si no tiene el teléfono a mano, tirando el Marlboro a la basura.
Al incumplir el principio de que
lo hagan los demás mi yo adolescente me miró enfadado, preguntándome cómo
cojones pretendía que ligase en el recreo si no era fumando. Me gustaría poder
decirle que por mucho humo que trague entre clases, a escondidas en los lavabos,
el pitillo es lo único que va a conseguir llevarse a la boca en muchos años.
Los propósitos de Año Nuevo dan
tanta pereza que, sin ganas siquiera de enfrentarte a ellos, un año los
asumes sin más. Aunque tampoco era cuestión de hacerlo a lo loco, un mínimo
margen debía hacer de colchón. Si el dejar de fumar no es inmediato parece que
nunca llegará. Así decidí que sería el 9 de enero. Un lunes de mierda en el que
se acaban las vacaciones y yo no tendría tabaco a mano.
El lunes más lunes del año empezó
conmigo saliendo de casa sin el paquete de tabaco donde llevaba estando desde
los 16 años: en el bolsillo izquierdo del pantalón (soy chico de costumbres). El
vacío que sentía me llevó a pensar en Djukic un segundo antes de tirar el
maldito penalti aquel. Me creí balcánico un rato, el tiempo suficiente para imaginarle angustiado por el peso de perder una Liga pero también el rato justo para pensar que seguro que él se fumó un cigarro esa noche.
Es curioso cómo una decisión son
tantas al mismo tiempo. No fumar no es sólo no fumar. Es, sobre todo, todo lo
demás. No fumar es no socializar a la puerta de la redacción y dejar de
meter la oreja en conversaciones telefónicas de gente de la que no te suena su
cara pero resulta que trabaja en tu misma empresa. Hay misterios que ni todos
los cigarros del mundo descifrarán nunca.
No fumar significa descubrir que
llevas seis años sentado en unas sillas incomodísimas. Durante un pequeño
momento te parece raro no haberte fijado antes, pero a lo mejor es la primera
vez que estás más de tres horas seguidas sin moverte del sitio. La lucha está
ahora entre si es mejor tener espalda o pulmones y, de momento, ganan los pulmones.
De todo eso te das cuenta en una
hora. El resto del día es un intento de escribir algo original y tirarlo a la
basura de la pena que da. El humo te inspiraba, no hay más. Nunca escribiré nada que merezca la
pena. Mi razonamiento se esfuma, la ironía se consume y la sorna no se enciende.
Estamos jodidos. Escribir también trataba sobre fumar. Todo va sobre el tabaco
excepto el tabaco, que trata de sexo. Si Frank Underwood estuviese aquí.
Cuando no fumas tienes más de
todo. Más mala hostia, por ejemplo. Así que cuando llegas a casa
y te abres una cerveza no te la acabas porque el instinto te dice lo que va
después del trago. Mejor acostarse, si duermes no fumas. Metido en la cama y antes de
apagar, crees que estaría bien empezar Falcó, de Reverte. Pensado eso estiras el brazo
para agarrarlo. La portada te mete un guantazo. O mejor, te lo da un tipo con la cabeza ladeada,
sombrero calado, que protege con sus manos una cerilla mientras se la acerca a
la boca con la clara intención de encender el cigarro que tiene entre los
labios. En 80 páginas, el hijo de puta de Lorenzo Falcó fuma más que folla. Y qué envidia te da, joder.
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